Infancias embridadas
Manuel Molina
La infancia se convertía en verano en
una casa semioscura de sol a sol, como escribe Azahara Palomeque: “desde el
canto de la chicharra al del grillo, aquí respirábamos entre sombras
chinescas”. Esa etapa de la vida creo que se convierte en la verdadera patria,
amantísima o repelente, de la que todo el resto puede que no alcance a ocupar
más que una extensión que viene y va hacia ella. La llegada del verano en esa
edad, al menos para mis coetáneos, suponía la liberación de los madrugones, de
las clases, la oportunidad de leer sin prisas las aventuras de Julio Verne o
Daniel Defoe, de recibir amistades o desplazarse hasta sus casas y maquinar
inventivas. También había gozosas escapadas hacia espacios exteriores como el
río en una pandilla de edades variadas, sin adultos, en la que unos cuidaban de
otros. Fruto de un trabajo colaborativo y de la creatividad espontánea llegamos
a crear una balsa de troncos y cuerdas que navegó una decena de metros. Era un
tiempo donde, como escribió Juan Ramón Jiménez: “Tu cielo es todo risas,/ tu
sol es todo calma”.
Leo un triste informe en sus conclusiones en que se
refleja que la media de juego al aire libre de las criaturas menudas en nuestro
país marca una irrisoria y preocupante cifra: tres horas. Ya saben que las
medias estadísticas no reflejan del todo al individuo (uno come un pollo, otro
ninguno y la media dice que medio pollo cada uno). Sin embargo, lo que queda
reflejado es la preocupante situación con la que nuestra sociedad gestiona el
tiempo libre de nuestra futura ciudadanía. Las causas no se deben simplificar y
se presuponen, pero en el trasfondo quedan algunos factores determinantes: en
las casas no hay nadie que pueda atenderlos a diario, de ahí que se imponga la
necesidad de acudir a lugares donde se les “guarda”. Me dan pena aquellos niños
y niñas que al día siguiente de las vacaciones deben volver al mismo lugar para
“divertirse”, como recuerda Juan Gelman: “El niño está solo./ No juega./ No
ríe./ No grita./ Sólo mira/ con los ojos tan grandes/ como el silencio.”
No se libran ni en verano los diminutos
infantes de las “obligatorias” actividades, que cambian de nombre como
natación, animación o ludoteca, donde todo está dirigido y programado, donde la
madre de todas las ciencias, que es el aburrimiento voluntario, desparece.
Sigue el inglés que ya preconizaba Mª Elena Walsh en “El mundo del revés”: “que
los gatos no hacen miau y dicen yes/ porque estudian mucho inglés”. No hay
resguardo de sombras, pero la realidad impone su obligación silenciosa. Las
estadísticas demuestran también un exponencial número de alteraciones de
conductas a edades tempranas, pero a quién le puede extrañar con la forma de
vida que nos arrastra. La mayor parte declara en una encuesta que no pediría
como principal deseo un aparato digital o juguetes, sino tiempo para poder jugar
con su padre o su madre. Tiempo y jugar con alguien cercano.
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