Las noches al
fresco
Manuel Molina
Hubo un tiempo de calma que brotaba
en las calurosas noches del verano. En la puerta de las casas o en las
plazuelas los vecinos se juntaban al caer el sol, cada uno con su silla, en
torno a un espacio sin pretensiones, dispuestos a esperar una tregua de fresco
mientras se hablaba de lo divino y de lo humano. En aquel instante no lo
entendía en su trascendencia, pero lo disfrutaba en una inusual libertad porque
a la chiquillería se nos permitía el trasnoche que daba pie al juego por los
aledaños. Y no llegué a valorar hasta mucho más tarde, pasado el tiempo, que no
hacer nada acompañado era un gesto social y enriquecedor. Me vienen como
recuerdo los versos de Antonio Machado: “Siento en la noche,/ llena de aromas,/
la tibia paz del estío”. Leo hace poco que los porches de las casas americanas,
esos que conocemos por las películas, como la de Clint Eastwood en “Gran Torino”,
donde se sentaba el personal tan solo a ver pasar la vida, están desapareciendo.
Los urbanistas consideraron que no servía porque allí la gente no hacía nada,
salvo pensar. Los quitaron. En nuestro caso las veladas espontáneas perecieron
ante el imán novedoso y atontador de la televisión, los ventiladores y las
generaciones que consideraron aquello propio de otra época.
Existe otra imposibilidad para salir
a tomar el fresco. Las calles y plazas o aceras se están transmutando cada vez
más en algo entregado a lo útil, y por ello entendemos que deben dar
productividad. Han proliferado las terrazas de verano y han invadido el espacio
de los peatones, de la ciudadanía. La gente puede salir a tomar el fresco pero
debe consumir, ya que se acota cada vez el territorio público para sentarse sin
más. El tráfico de coches y endiabladas motocicletas o patinetes eléctricos, tampoco
favorece estar sentado, a lo que se añade la televisión que continúa, sobre
todo en los mayores, con su imantación en sala de estar con aire acondicionado
o ventilador. Leía hace poco una anécdota que contó en redes mi amigo el pintor
Faustino Castillo, que sale aún a tomar el fresco con un grupo de personas.
Pasó por allí la actriz Silvia Alarcón, del grupo sevillano Atalaya, que
actuaba en el pueblo, y se quedó fascinada de que alguien todavía estuviera
practicando lo de tomar el fresco. Pidió permiso tras presentarse y se quedó
charlando animadamente con el grupo hasta que tocó la hora de ir a la función,
había vuelto a su infancia a una costumbre que creía extinta.
Dan ganas de unirse cuando descubro
un grupo de personas, casi siempre mayores, que salen a tomar el fresco. No son
conscientes de su revolución, de que su costumbre es un gesto de resistencia
ante el materialismo unificador de que todos deben repetir el modelo que
propicia entontecer y consumir adecuadamente, una defensa callada y continuada
ante el individualismo ramplón. No hacer nada también puede hacer pensar y eso
en grupo puede ser peligroso.
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