La
metáfora del tranvía
Manuel Molina
En el corazón de Jaén, una serpiente
de acero y cristal permanece inmóvil bajo el sol mientras atraviesa estaciones
que solo pertenecen al calendario. No procede de un pasado íbero ni remite a
una ruina medieval, aunque su quietud, que se prolonga con los años, ya
adquiere resonancias de leyenda urbana. El tranvía, concebido como
infraestructura moderna y levantado con una inversión de 120 millones de euros,
continúa quince años después sin prestar servicio, convertido en el testimonio
más oneroso de la desidia política y, quizá, de una resignación social que se
ha ido normalizando. La historia arrancó en 2009, cuando una promesa de
modernidad alimentó expectativas colectivas. Las obras avanzaron con una
rapidez poco habitual en la provincia y, en 2011, los vagones llegaron a
circular durante pruebas tan simbólicas como precarias. Aquello que nació con
vocación de vanguardia terminó despeñándose por el barranco del enfrentamiento
partidista, que acabó por bloquear cualquier avance posterior. Desde entonces,
el tranvía de Jaén pasó de representar una solución de movilidad a funcionar
como munición retórica en los mítines, donde unos lo despachaban como “trasto”
y otros lo defendían como “necesidad”.
Esta columna estaba pendiente de
escribirse, aunque el relato encaja mejor en la literatura maravillosa
sudamericana o en esos territorios míticos donde la decrepitud avanza de forma
inevitable, como ocurrió con los pueblos sepultados bajo embalses. El drama
auténtico no reside en el metal que se oxida, sino en la indolencia que lo
rodea. Cuesta imaginar otra capital europea en la que una inversión de tal
magnitud se abandone durante década y media sin que la ciudadanía fuerce una
solución inmediata. Jaén ha terminado por aceptar el tranvía como parte de un
mobiliario urbano inerte, al modo de un olivo seco que ya no da fruto y cuya
presencia se asume por pura costumbre. Esta parálisis funciona como metáfora de
una sociedad que, en determinados momentos, parece haber interiorizado la
derrota y la indolencia local aunque no apunte a pereza, sí lo hace no a una
combinación de escepticismo crónico y mansedumbre aprendida.
Las administraciones han permitido
que auditorías e informes interminables se enreden unos con otros, mientras el
sistema de transporte se degrada sin remedio. ¿Dónde queda la indignación ante
el despilfarro de dinero público destinado al mantenimiento de algo que no
presta servicio? Nadie responde. ¿Aparece alguien con un mínimo de vergüenza o
con voluntad de asumir errores? Nadie responde. Seguimos esperando a Godot.
Reactivar el tranvía exigirá algo más que una firma estampada en un despacho de
Sevilla o Madrid; exigirá que Jaén sacuda la indolencia que se le ha adherido a
la piel. Permitir que 120 millones de euros continúen dormidos no constituye
solo un fallo administrativo, sino un desprecio a la dignidad colectiva de la
ciudad. El acero no carga con la culpa de la inmovilidad; la responsabilidad
recae en quienes, por acción u omisión, transformaron una promesa de progreso
en una estatua de hierro y cristal paralizada. Ni el creador más imaginativo
habría intuido una “performance” semejante

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