Guarros y puteros
Manuel
Molina
La política española se esmera en
exhibir sus logros y presume
de tener ministerios con una sólida perspectiva de género y lanza campañas con
eslóganes inclusivos, (todos y todas en cada inicio de acto), incluso vienen acompañados
de promesas solemnes en ruedas de prensa. Sin embargo, la realidad que se vive
día a día en el pasillo de un ayuntamiento, diputación o a pie de escaño sigue dando la sensación de que es una
historia completamente diferente, que a quien se le llena la boca con esa
distinción le resbala por guarro y/o putero. Los incidentes más recientes que
han sacudido a los principales partidos, especialmente el PSOE, no deberían verse como simples anécdotas,
sino que son síntomas graves, de
un problema más profundo. Cuando comienzan a surgir denuncias internas por
acoso y las respuestas se quedan atascadas
en protocolos que nunca llegan a activarse, es precisamente en ese momento cuando la credibilidad pública de
toda la institución comienza a resquebrajarse.
Hablamos de esos comentarios sutiles,
dichos a veces en el fragor del hemiciclo acodados en el atril (“me pone verlas enfadadas”), detrás de la mesa de alcaldía (“estoy solito en el ayunta”, “te
tengo muchas ganas”, ”¿echas de menos una buena comida de almeja?”) o con el descaro
en un bar. Tratan a una mujer como si
su verdadero mérito dependiera del afecto que le dispense un varón o, peor aún,
de su simple aspecto físico. Las víctimas de este desprecio no son únicamente
las mujeres que acaban señaladas en los titulares, sino que también lo son todos los votantes que depositaron su
confianza en esas personas o siglas. La democracia, como bien sabemos, se fundamenta en la promesa de que todos
seremos tratados con dignidad; por eso,
cuando esa promesa se traiciona a causa de comentarios degradantes o por la
inacción frente a una denuncia de acoso, se traiciona de forma directa el voto
de la ciudadanía. La humillación pública es, en esencia, una forma de violencia
política que erosiona gravemente
la legitimidad y la ética.
Los aparatos internos de los
partidos, de hecho, suelen
mostrar una doble cara, proclaman sus
protocolos y exhiben poses muy correctas, pero cuando las denuncias finalmente aparecen, invocan la confidencialidad
o la presunción de inocencia hasta que
el rumor se vuelve algo absolutamente insoportable. Se requiere algo más que
simples palabras, resulta urgente que
haya tanta coherencia como firmeza y una auténtica tolerancia cero. Y la
ciudadanía, especialmente quienes votaron
esperando representación y respeto, merece que su confianza no sea
tratada como objeto de gestos simbólicos (todos y todas), sino que se traduzca en medidas reales
y efectivas. Si la política no es capaz de mirar con empatía a quien sufre y
corregir a fondo su propia cultura interna, perderá algo que es irreparable, no solo votos, sino su autoridad moral. Una
democracia que tolera el desprecio
y acoso hacia las mujeres es, al fin y al cabo, una democracia que deja de
representarnos a todos. No debemos permitirlo.
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