Más que pícaros.
Manuel
Molina
En
España la corrupción no es solo una lacra contemporánea, sino que proviene,
para nuestra desgracia, de una tradición. No es casualidad que el género de la
novela picaresca naciera aquí, ni que su máxima celebridad—el Lazarillo de
Tormes— sea símbolo del ingenio al servicio de la supervivencia en una sociedad
marcada por valores de inversión ética, que siguen muy vigentes: la hipocresía,
y sobre todo, la doble moral característica de nuestro día a día, lo que se es
y lo que se cree ser. Desfila por los tribunales una pléyade de políticos,
familiares de políticos, empresarios y asesores implicados en tramas de todos
los colores y con todos los colores, salvo el del sonrojo, que abarcan desde
malversación de fondos públicos hasta tráfico de influencias y no podemos
evitar preguntarnos: ¿hemos cambiado realmente desde el siglo XVII? ¿O seguimos
atrapados en el mismo relato, solo que con trajes mejor cortados, cuentas
opacas en paraísos fiscales o sobres de quinientos eurazos?
Lázaro,
el pícaro por excelencia, justificaba su astucia con palabras que resuenan
todavía: "Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a mí llaman
Lázaro de Tormes,... y que siendo niño padecí mucha hambre y necesité aguzar el
ingenio más que otros." El Lazarillo no robaba por codicia, sino por
necesidad, y lo hacía en un mundo donde los poderosos abusaban sin rubor de los
más débiles. ¿Qué son, entonces, los que hoy se apropian de lo público, no por
hambre, sino por avidez insaciable? ¿Pícaros o simplemente ladrones revestidos
de corbata? Supongo que ese matiz duele más en quienes ven apandar en siglas de
la izquierda. La figura del pícaro evolucionó en obras como El Buscón
de Quevedo, donde Don Pablos aspira a ascender socialmente, aunque fuese por
medios fraudulentos. Ese es nuestro pícaro actual. Su obsesión por el estatus,
por aparentar, por llegar a ser “alguien” sin mérito propio, parece un espejo
de tantos personajes actuales que compran másteres, falsifican currículums o
trafican con influencias. "Y
así anduve buscando mi vida, no por caminos rectos, sino por sendas torcidas,
que son las más frecuentadas en este mundo." Pónganle nombre actual a
esa reflexión quevedesca.
Nuestra
historia está llena de casos de corrupción, pero no solo de Lázaros luchando
por sobrevivir, sino pudientes que se vieron enfangados en el “ansia” que diría
José Mota. Baste recordar aquellos validos –lo que puede hacer una letra- como
el Duque de Lerma, especialista en pelotazos urbanísticos moviendo la corte de
sitio a donde ya había adquirido los edificios pertinentes. Ministros,
dictadores, reyes y reinas, duques consortes, presidentes de diputaciones y
comunidades han aumentado su patrimonio personal aprovechando de manera
fraudulenta el cargo, cada uno en la medida de sus posibilidades. La
ciudadanía asiste, entre la indignación y la resignación, al desfile de
“listillos” que, como Pablos, desean enriquecerse "sin trabajar y con
honra". Seguimos atrapados en el bucle histórico que convierte la
literatura en profecía, como un relato
continuado en el que aparece después de cada episodio: “continuará…”. Porca
miseria.
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