El jueves volvía del cementerio, que ahora mismo reluce adornado de flores y cuidados en la tumbas de los familiares, en las cuales se afana una enorme cantidad de personas, dadas al trajín de limpieza y adorno para honrar la memoria de quienes compartieron la vida con distintos lazos. Tenemos la costumbre de honrarlos en cementerios donde descansan los restos inhumados o en nichos, allí queda el último reflejo de si fueron como cantaba el poeta Jorge Manrique, “ríos grandes o pequeños” en vida y se intenta, en ocasiones, dejar constancia de ello a través de enormes y llamativas construcciones o esculturas o bien el más puro anonimato con unas simples iniciales en una lápida. Los cementerios son un lugar donde discurre paralela nuestra historia, aunque viramos alejados de ellos. Se puede analizar una época si rastreamos lo que se nos ofrece y sabemos interpretarlo, una fuente de conocimiento sobre nuestros usos y costumbres muy interesante. Conocemos mejor una sociedad si sabemos cómo se entierra.
En esas volvía y con el estómago encogido, el corazón sobrecogido y regado de tristeza por las muertes tan injustas vividas en las últimas horas debido a la DANA y su voracidad, junto a la incompetencia humana, que también aporta su granito de arena. La cabeza venía con pensamientos de la “muerte malandante”, de aquello que escribió “uno de Alcalá”, arcipreste para más señas y uno de los más lúcidos acercamientos a esta cuando le dedica unos versos a la pérdida de su querida Trotaconventos, mediadora de sus mundanos amores. Me encuentro de pronto con un carnaval por las calles donde pequeños y mayores rinden un patético culto al disfraz de zombi. Se divierten en su escenificación. Divertirse siempre es sano, aunque creo que cuando el ambiente no está como popularmente se dice “para bollos” se nos carga la mirada de patetismo. Hemos aceptado que un reciente evento importado e introducido por los colegios, hostelería y comercio ha calado con firmeza en una enorme parte de la sociedad con el aliciente de que se ha convertido en una fiesta más, que ha conquistado un espacio dominado por la tristeza o la melancolía que supone recordar a nuestros ancestros unos días.
Doy por perdida hace tiempo la lucha porque se entendiera que era un idiotez supina todo lo que conlleva esta celebración de Jalogüín, asentada sobre lo insustancial y la bobada mimética y consumista. Pero gusta disfrutar de otro carnaval, de la parte más despojada de la crítica social que este contempla. La fiesta se allana en un simple disfraz y unas risas. Pienso entonces que el cuerpo no estaba para estas con doscientos muertos recientes, pero el ufano mantra de nuestra sociedad repite que hay que divertirse como sea, que el carpe diem no contiene equilibrio alguno ni respeto por el dolor, cosa de tristes y malafollás, de aguafiestas. Quien no quiera divertirse que se eche a un lado o se vaya del pueblo, que diría el maestro Gila.
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