El odio diario
Manuel Molina
Ya en la Atenas clásica, el odio
entre facciones era visto como el veneno de la polis, el mîsos politikón, el odio político. Tucídides describe en la Guerra del Peloponeso cómo ese tipo de
odio provocó atrocidades entre ciudadanos de Corcira. “El odio fue más fuerte
que la piedad; los lazos de sangre fueron menos poderosos que las facciones.”
Los dioses también odiaban: el phthonos theôn (la envidia o rencor
divino) castigaba a los humanos. Por ejemplo, en Prometeo encadenado de
Esquilo, Zeus castiga a Prometeo por amar a los hombres y robar el fuego
divino. Sin embargo y pese a actitudes como la Séneca en contra del odio,
en Roma existía una particularidad, el odium
hostium, que incluso era considerado legítimo, aquello de que al enemigo,
ni agua. Virgilio en la Eneida lo retrata entre troyanos y
cartagineses, originado por la furia de Juno: “Guarda este odio, oh diosa, y
entre tus descendientes y los míos no haya paz ni tratados.”
Un joven pseudopolítico se ha
dedicado esta semana a recorrer los campus universitarios andaluces, cobijado
por guardaespaldas y con una “performance” que incluía subirse a los hombros de
uno de sus fornidos protectores y envolverse en una bandera nacional para
gritar consignas de odio. Le ha salido rana por dos motivos, el sentido común
de los rectorados impidiendo dar espacio público a tan deleznable y abyecto
personaje y la respuesta de una gran mayoría de estudiantes, que en su aparente
letargo tal vez hayan vislumbrado que ese tipo no merece estar ahí tan solo
para odiar. El ridículo y un poco preocupante personaje intenta tan solo lo que
los griegos llamaban hybris, es
decir, alterar el orden de la res publica. En todo tiempo y momento ha habido
personajes así, por miles. Han sido muy contados, por desgracia, los que han
llegado a tocar verdadero poder con esa simpleza y eso que hoy día con redes
sociales todo se multiplica.
Cuando alguien hace aparente fortuna en alguna forma de mal
siempre surgen imitadores, peores casi siempre, con una especie de altanería
que se erige incluso sobre lo moral, una elevación desde la que no existe
compostura, ni respeto. La universidad, como templo del saber, debe ser un
refugio inviolable para la libertad de pensamiento y la diversidad de ideas. Su
misión no es imponer verdades, sino enseñar a buscarlas con rigor y apertura,
con cientifismo. La intolerancia, en cualquiera de sus formas, atenta contra
ese propósito y convierte el conocimiento en simple dogma y en ella no cabe el
fanatismo, que no es lo mismo que censura. En ella debe prevalecer la salud
moral de la sociedad. Decía Aristóteles que “El odio no admite término medio,
pues su objeto es el mal absoluto.” El bullir de odio que ciega el personaje de la “performance” no tiene cabida
en la universidad; bastante que lo tiene en nuestra democracia que permite
monstruos como ese, empeñado en lo que advertía también Aristóteles: “El odio
no busca corrección, sino destrucción”.
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