Hay gente que de manera reprimida lleva dentro el gusto por quemar arte o personas. La historia lo recuerda. La columna de Ideal.
Quemar arte
Manuel
Molina
Los
nazis fueron muy aficionados a quemar obras artísticas que no le convencían y
así incluso realizaron exposiciones mostrando lo que era “nocivo”, como por
ejemplo lo que oliese a vanguardias, para ensalzar lo “bueno” que era lo suyo.
Se dio la paradoja de que Goebbels organizó una muestra en un importante
edificio de Berlín para que la gente acudiera a observar el mal arte y poder
escupirle o romperlo y unos cientos de metros al lado, otra para que se
apreciara el verdadero arte de la causa. La sala herética se llenaba mientras
la oficial tan solo acogía a quienes estaban obligados a visitarla por aquello
del qué dirán. Muchos acudían a la primera a sabiendas de que era la última
oportunidad de apreciar aquellos cuadros aún sin arder. El propio Hitler se implicó
en el proyecto y diseñó unas cartelas denigrantes para leer junto a los cuadros
“degenerados”. Le tomaron gustillo al asunto y realizaron la misma actividad
con la música. Se interpretaba un concierto de autores degenerados para valorar
lo contrario u ofrecer después autores afines a la causa aria. Tontos no eran y
descubrieron que mejor quitar o robar obras y venderlas que meterles fuego.
En
España tuvimos el caso del bibliocausto que se produjo a lo largo de la guerra
civil y posteriores años con piras de libros ardiendo sacadas de bibliotecas
públicas y particulares para que el fuego purificador hiciera olvidar aquellas
obras que habían envenenado a parte de la sociedad española y no supusieran más
peligro. En pueblos y ciudades se realizaron fogatas que se celebraban con
fasto y brazo en alto. Una de las más llamativas (vaya palabra) fue la de
Barcelona, donde se llegaron a quemar 70 toneladas de libros, es decir, de
saber. Lo cuenta precisamente en un libro la historiadora de la complutense Ana
Martínez Rus, autora de La persecución del interesante libro Hogueras, infiernos y buenas lecturas
(1936-1951). Para valorar y no olvidar lo ocurrido pueden servirnos unos
ejemplos de títulos que se prohibieron o quemaron en aquel momento, al modo del
expurgo quijotesco, que por cierto se leyó antes de prender mecha en algunos
lugares: El Libro del Buen Amor, del
Arcipreste de Hita, La Celestina, de
Fernando de Rojas, La educación
sentimental, de Flaubert, Werther,
de Goethe, La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset; juveniles como Caperucita roja, de Perrault, que se
convirtió en Caperucita azul o Los tres
mosqueteros. Se entiende, tal vez que Los
viajes de Gulliver fueran pasto de hoguera porque eso de los liliputienses
atando al gigante, podría dar ideas.
He invitado en una representación
pública a que quienes asistían quemaran los restos de la última exposición que
realicé, unas piezas de madera que en su base provenían del campo, incluso de
restos supervivientes de fogatas agrícolas. Me ha dado cierta esperanza que la
mayoría de personas guarda en su imaginario la idea de que no debe quemarse el
arte. Aunque me preocupa qué opinan quienes no asisten a estas actividades.
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