domingo, 5 de octubre de 2025

"VIVIENDA DIGNA" (Ideal, 5-10-25)

 

Vivienda digna

Manuel Molina

 

           En la antigua Roma existían básicamente dos tipos de construcciones de viviendas, las “domus” y las “insulae”. Las primeras respondían a la tipología unifamiliar de la élite, en general patricios y adinerados, que disfrutaban lugares amplios, aireados y con luz, organizados entorno a un patio (atrio), con pinturas, mosaicos e incluso espacios para cultos propios, llegando incluso a ocupar una manzana entera (insula) o habitaciones que daban a la calle (tabernae) alquiladas para negocios. Por su parte las “insulae” suponían el tipo de vivienda más común y donde se alojaba la mayoría de la población, la plebe, en construcciones de baja calidad, con varias alturas -reguladas como máximo a seis-  mal ventiladas y oscuras, con demasiada madera, provocadora de grandes incendios, que se unía a los frecuentes derrumbes. Juvenal lo dejó recogido en sus Sátiras: “En Roma solo los ricos pueden dormir tranquilos; el resto debe temer al fuego, a los derrumbes y al peso de la pobreza.” Los propietarios de estas últimas y beneficiarios económicos eran los habitantes de las primeras.

           La vivienda siempre ha sido un problema, resulta evidente, para quienes no pueden disponer de ella y a la vez ha supuesto un pingüe beneficio para los propietarios,  como empresarios de envergadura y especulación, qué nombre fondos buitre, ¿verdad? Si recorremos la historia nos encontramos con revueltas considerable por culpa de la falta de vivienda y los altísimos precios que alcanzaban como las protagonizadas en el siglo XIV en Inglaterra o la propia Revolución Francesa, encendida entre otras cuestiones por los elevados precios de los alquileres y el hacinamiento. A principio de siglo y con la inmigración recién llegada a los barrios neoyorkinos se produjo una de las más importantes huelgas de inquilinos después de una subida entre el 25% y el 50%. Una película española reciente, “El 47”, nos muestra esa realidad en nuestro territorio en los años sesenta y setenta en las grandes urbes como Madrid o Barcelona.

           Vivimos un  grave problema de vivienda en nuestro país, que paradojas o ilusiones declara en su Constitución el derecho a una vivienda digna. Por un lado, la adquisición en propiedad está volviendo a uno de los factores que inflaron la ficción inmobiliaria de una de las mayores crisis económicas que vivimos, altos precios a la vez que financiación, para toda la vida. Y por otro lado, el alquiler se ha desbocado sin un control que provoca el choque de la realidad de las necesidades frente a los precios justos. Pregunten cuánto pagan unos estudiantes por un piso en una ciudad andaluza y los metros y servicios de que disponen o escuchen la peripecia de una pareja joven que quiera independizarse y la desmoralización al llegar a conocer la oferta. Los dueños de las “domus” siguen exprimiendo la ubre de las “insulae” veintitantos siglos después. El filósofo Henri Lefebvre lo dice mejor que yo: “El derecho a la ciudad no puede separarse del derecho a la vivienda: sin techo, no hay ciudadanía” (Le droit à la ville, 1968). No estamos bien.


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