domingo, 27 de diciembre de 2020

LA COLUMNA DE IDEAL 27-12-20

Pandemia: inquina y sobreesfuerzo. El año que se marcha pertenecerá a lo peor que recordaremos de nuestras vidas, quedando grabado en nuestra memoria para siempre. De haber sido normal, tal vez por un acto jubiloso como un nacimiento, un emparejamiento o un imprevisto gozoso, habría encontrado lugar para que la remembranza fuese gozosa en lugar de pertenecer para varias generaciones a lo más lamentable vivido hasta ahora. Nadie imaginaba el año pasado por estas fechas lo que tendríamos que vivir, la desgracia que se cernía al cabo de un par de meses. Una pesadilla inimaginable, ni siquiera atisbada por la ciencia ficción, que nos atraparía dejándonos involuntariamente enclaustrados y entregados a unas medidas higiénicas que nunca creímos tener que poner en marcha. Nos acercamos a la sombra de otras generaciones que vivieron hecatombes y conocimos la tragedia de perder seres queridos de manera lamentable, perdimos el contacto -la muestra más plausible de mostrar cariño a los demás- tras mascarillas, guantes y gel hidroalcohólico. Todo ello nos dejó en un lugar de reinvención acelerada, en un territorio desconocido de dudas. No éramos conscientes de que habíamos vivido en la certeza, al menos aparente, de que lo válido para hoy podría continuar en un mañana extendido. La aparición de la epidemia no solo hizo aparecer un virus letal, sino unos efectos colaterales desconocidos, o al menos hasta ese momento residentes en lo anecdótico. En la incertidumbre de los primeros meses se albergó la posibilidad de que aprendiéramos de la situación, un imprevisto de tan gran calado podría hacer que mejorásemos como sociedad y supiésemos discernir lo importante de lo superfluo, en el resalto de lo que nos une más de lo que nos separa. Un mal podría recuperar y expandir lo positivo que como sociedad escondíamos cada día más. Tras los brotes de solidaridad iniciales, la tregua del bien común se diluyó como azucarillo, quienes aplaudían las acciones de los más sacrificados pronto fueron reconvertidos como activistas llamados a la causa de la malquerencia, de la ojeriza, para elevar la peor cara del ser humano: el odio. Se dice del odio que no es saludable, pues daña más al que odia que al odiado. Estoy con la escritora Hannah Harrington en que el odio es muy fácil, lo difícil es llevar a cabo un gesto contrario, de amor, que exige valentía. Me quedo con dos palabras en plena pandemia, el sobreesfuerzo que como sociedad hemos realizado, sacando adelante aspectos como la sanidad o la educación, pero me ha entristecido mucho observar a los que han ido poniendo palos en las ruedas desde la constancia, comenzando por quienes no han sido capaces desde arriba, desde las decisiones políticas, de estar a la altura y aparcar diferencias porque se trataba de sumar, hasta quienes se han decantado por verter odio desde sus dedos, a través de las pantallas, o desde sus bocas, conscientes de que se situaban, militantes activos, en el odio consciente. Me preocupa que en lugar de aprender hayamos abrazado la inquina.

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