lunes, 24 de junio de 2024

SOBRE LA ENSEÑANZA PÚBLICA Y PRIVADA (El País 24-6-24)

En la recta final de la campaña electoral de las pasadas elecciones europeas, Podemos difundió un vídeo sobre su candidata, Irene Montero, en el que se hacía un retrato muy elogioso del colegio concertado en el que había estudiado y de su proyecto educativo. Por supuesto, en las redes sociales se desató una discusión encendida y poco matizada entre los detractores de Montero, que cuestionaban su compromiso con la educación pública, y sus defensores, que alegaban que el colegio concertado en cuestión era una cooperativa laica progresista y no un negocio de una orden religiosa. En mi opinión, el cruce de acusaciones partidistas estaba mirando al lugar equivocado. No hay motivo para dudar del apoyo a la educación pública de Irene Montero, Podemos, Sumar o cualquier otra organización de izquierdas. Lo relevante era que por primera vez el equipo de comunicación de un partido a la izquierda del PSOE, consciente o inconscientemente, reconocía un cambio de largo recorrido de la relación de nuestra sociedad con su sistema educativo. Las organizaciones de izquierda siguen apostando por la educación pública como un pilar de la democracia, sus votantes… no tanto. Hay un famoso lema de las movilizaciones en defensa de la educación pública que dice: “Educación pública: de todos para todos”. Al menos en algunos lugares de nuestro país, es un deseo piadoso alejado de la realidad. Hace años asistí a una jornada de puertas abiertas en un colegio público de Madrid. Cuando el director del centro terminó su presentación, una pareja le preguntó cuánto había que pagar al mes para asistir al colegio. El director, estupefacto, les aclaró que era gratis. La educación pública ha dejado de formar parte del sentido común de grupos sociales cada vez más amplios y en las grandes ciudades hay tramos educativos en los que la educación pública va camino de convertirse en residual. El 65% de los estudiantes de ESO de Madrid asiste a centros privados o concertados y hay cuatro distritos —cada uno de ellos con más de cien mil habitantes— en los que ese porcentaje supera un alucinante 80%. Las críticas tradicionales de la izquierda a la educación concertada se centraban en su relación con la iglesia católica, así como en el enorme gasto público que supone (bastante más de mil millones de euros anuales tanto en la Comunidad de Madrid como en Cataluña). Todo ello sigue siendo cierto, pero a veces esa crítica heredada no nos deja ver el bosque de los efectos de la privatización. Muchas familias usuarias de la concertada perciben el carácter confesional de los colegios a los que asisten como una molestia menor, se matriculan en ellos a pesar de ser colegios religiosos. Lo que está en juego en la pelea por la educación pública ya no es sólo un modelo educativo más o menos igualitario, sino un modelo de sociedad más o menos igualitario. Y creo que el único balance realista es reconocer una victoria arrolladora del elitismo. En las últimas décadas, la derecha política ha convertido la educación privada en una maquinaria implacable de creación de consenso y cohesión social. La red privada-concertada ha dejado de ser un mero mecanismo de protección de los privilegios educativos de una pequeña élite para convertirse en un proyecto de socialización conservadora y meritocrática capaz de interpelar con éxito a millones de personas. En una sociedad compleja, el liderazgo de una clase social siempre se construye amalgamando parcialmente los intereses de grupos sociales muy distintos, con situaciones y valores en tensión o incluso contrapuestos. Precisamente la escuela concertada ofrece a colectivos amplios y heterogéneos una alianza con las clases altas: una versión low cost de la educación privada que millones de familias de muy distinta condición perciben como una garantía de la reproducción de su estatus o, alternativamente, una promesa aspiracional de movilidad social ascendente. Por eso el menú de la concertada se amplía cada vez más incluyendo desde opciones progresistas y pedagogías innovadoras hasta colegios laicos de alta exigencia académica tradicional pasando incluso por una red segregada de colegios religiosos dirigidos a familias de bajos ingresos y, muy especialmente, migrantes. Todas esas experiencias heterogéneas tienen, en primer lugar, un atractivo negativo: como mínimo prometen esquivar algunos de los problemas reales o imaginarios de la escuela pública. Por eso, la crítica de las cuotas ilegales que cobran prácticamente todos los centros concertados yerra el tiro: las cuotas son tanto un peaje como un servicio que ofrece la concertada a las familias para garantizar la segregación que —con mayor o menor entusiasmo o incluso inconscientemente— buscan. Se suele decir que las victorias políticas se pueden calibrar evaluando la capacidad de un proyecto para transformar a sus adversarios. Si el triunfo de la educación concertada es tan aplastante no es solo por la cantidad de gente que opta por ella, sino por sus efectos en la educación pública. La privatización ha inyectado segregación en la red pública. Cada vez más colegios públicos imitan las triquiñuelas administrativas a las que recurre la concertada para seleccionar a su alumnado: criterios larvadamente racistas que privilegian a los hijos de “antiguos estudiantes” (o sea, estudiantes blancos), laberínticas cartografías de las zonas de adscripción del centro para esquivar ciertas calles... Al mismo tiempo, un grupo pequeño pero ruidoso de docentes asustaviejas difunde un diagnóstico catastrofista de los colegios e institutos públicos, confundiendo su propio malestar laboral con una evaluación objetiva. No creo que los apóstoles del apocalipsis de la bajada de nivel y la falta de disciplina estén a sueldo de la patronal de la educación concertada, pero si lo estuvieran no necesitarían cambiar ni una coma de su discurso. Ante este panorama, la actitud de muchos partidarios de la educación pública puede resumirse parafraseando un titular del periódico satírico The Onion: “La educación pública termina la guerra con la concertada en un meritorio segundo puesto”. Hemos asumido la derrota y nos hemos conformado con la superioridad moral, a veces exhibiendo nuestro uso de ese servicio público como si fuera una condecoración. No parece una estrategia política muy prometedora. Los defensores de la pública no luchamos ya solo contra un puñado de curas mal dispuestos a perder su cuota de negocio. La gente acude a la concertada por distintos motivos. Algunos son inaceptables porque tienen que ver con el racismo y el clasismo y el Estado debería ser implacable para que ningún centro privado (¡o público!) siga segregando. Otros motivos son más complejos y cualquier proyecto de contraataque de la pública debería tenerlos en consideración. Hay familias —por ejemplo, de estudiantes con necesidades educativas especiales— que tienen muy buenas razones para sentirse maltratadas y expulsadas de la red pública. Otras aspiran a participar en una comunidad educativa digna de tal nombre, e incluso la escucha clientelar que ofrece la concertada les parece preferible al búnker burocrático que blinda la educación pública a la participación. Hay familias que buscan pedagogías más amables e innovadoras y otras, por el contrario, impresionadas por el colapsismo pedagógico, reclaman de la concertada tradicionalismo pedagógico que prepare a sus hijos para la jungla laboral… La victoria de la concertada es el resultado de una estrategia deliberada, masiva y fanática de desinversión, desprestigio y hostilidad por parte de los gobiernos de derechas. Pero acabar con el austericidio solo puede ser el primer paso y, en realidad, el menos importante de un proyecto educativo contrahegemónico valiente y generoso, que convierta la educación pública en una parte importante de la vida de personas con valores y situaciones sociales muy diversas. Necesitamos salir de la trinchera y conseguir que una gran mayoría social vuelva a tener la seguridad de que una educación compartida y que no deja a nadie atrás es el mejor legado que puede ofrecer a sus hijos.

domingo, 23 de junio de 2024

"ELOGIO DE LA PIPIRRANA" (Ideal 23-6-24)

Elogio de la pipirrana Manuel Molina La pipirrana jienense no es sólo una ensalada fría, también es un tesoro culinario que representa la esencia de la cocina tradicional andaluza. Un plato humilde y sofisticado refleja el arte de convertir ingredientes simples en una experiencia culinaria. La pipirrana procede de Jaén y es símbolo de frescura y sabor auténtico, de cuando los tomates ya se encañan enrojecidos, los pepinos reptan crecidos desde la flor de la mata, los primeros pimientos verdean y crecen para convertirse en hortaliza y han dejado el silencio de tierra las cebollas. Al lado de la huerta puede que las gallinas picoteen sueltas su almuerzo y nos premien con huevos que contienen nutrientes naturales y alegría. Los tomates maduros, los pepinos crujientes, los pimientos verdes y las cebollas finamente picadas añaden frescor, textura y un atractivo colorido a la base de este plato. La salsa, compuesta por aceite de oliva virgen extra –esto es Jaén-, vinagre, sal y ajo, transforma estos ingredientes en una sinfonía de sabores que recuerdan a la calidez y generosidad del sol y el campo, ligados con ajos y las yemas de los huevos se unirán para crear un reguero de sabor único, El alma de la pipirrana es especialmente el aceite de oliva. El "oro líquido" de los extensos olivares de Jaén que aporta a los platos riqueza, recordándonos la importancia de la tierra y la artesanía que configuran nuestra cultura culinaria. Además, la pipirrana no sólo es un placer de sabor sino que también representa la identidad y el orgullo de la gente, cuántas mujeres anónimas han picado, pelado y majado en un dornillo los ingredientes para que siempre (meritazo) haya gustado el plato. Esta es una receta singular, antaño de temporada, transmitida de generación en generación para reunir a familiares y amigos alrededor de la mesa. Cada cocina familiar cuenta una historia, una parte valiosa y compartida. La pipirrana de Jaén es testimonio del ingenio y agudeza, de multiplicación de lo cercano en esquisitez, que tan bien caracterizan la cocina andaluza. Es un plato que celebra lo sencillo, la autenticidad y la localidad; lo cercano e invita a quien lo prueba a disfrutar de la vida con la misma alegría y pasión que quien lo cocina. Al homenajear a la pipirrana, honramos una tradición viva, una tierra fértil y una cultura tan sabia como rica. La cofradía gastronómica El Dornillo, de la Sierra Sur jienense en su inquieta y variada actividad, generosa, por cierto, al actuar hacia fuera de ella en lugar de hacia dentro como otras sociedades al uso, va a celebrar con instituciones en la capital jienense el día mundial de la pipirrana. Por ganas no se les puede poner un pero. Y me parece estupendo por la reivindicación de ese espacio rural aún habitado, que atesora en su vida cotidiana unos valores antaño injustamente tratados como catetez desde los altivos postulados capitalinos para ahora anhelarlos, la riqueza gastronómica y el ritmo de vida ahora son “delicatessen”. Viva la pipirrana.

lunes, 17 de junio de 2024

"NInguna gracia" (Ideal15-624)

Ninguna gracia Manuel Molina Un extraño alien y esperpento político de extrema derecha ha llegado al Parlamento Europeo con tres eurodiputados y el 4,59% del voto, lo que representa un total de 799.307 votantes. El partido de Yolanda Díaz, Sumar, que es parte del Gobierno central, ha obtenido los mismos escaños. La información relevante sobre este nuevo partido político desde su financiación hasta los principales apoyos se desconocen. Pero sí sabemos que la cabeza visible de la orquestación en marzo de 2020, durante la pandemia del coronavirus, fue condenado por afirmar que Manuela Carmena recibió un respirador para no tener que esperar en un hospital público de Madrid. En otro marzo, ya de 2023, fue sentenciado a borrar el tuit y a pagar 5.000 euros a la exalcaldesa. Además, ha tenido numerosas disputas con periodistas conocidos a los que abiertamente acusa de tener conexiones con partidos políticos. No obstante, estos discursos, aunque contengan engaños, han logrado abrir un espacio en la sociedad, sobre todo entre los más jóvenes, que consideran todo esto después de raciones de botellón y pantallas con mensajes cortos, una gracieta; aunque maldita la gracia que tiene. La política se ha convertido en un pasatiempo trivial, donde prevalece la lucha por la atención pública, donde los instintos más bajos de esta estúpida y simplificada sociedad quedan expuestos dándose la circunstancia de poder atraer votantes a través de la acción patética. Nihil novum sub sole. Ya estaba inventado y hemos sido testigos del nacimiento, auge y deposición de engendros políticos como los creados por Ruiz Mateos (“que te pego leche”) o Jesús Gil (bueno pondremos dos: “Soy el nuevo opio de pueblo”, “Soy peor que Hitler”). Ha habido capacidad de deglución pero mientras tanto ahí han estado, con su cínico menosprecio a la democracia como una broma. El problema reside en la extensión de la imbecilidad que respalda proyectos maléficos que se creen chistes inocuos, pero que pueden aportar trágicas consecuencias. Los partidos tradicionales deberían tomar nota y preocuparse de estos extraños populismos, en primer lugar en el intento de comprender por qué los jóvenes se entregan a estas veleidades, qué ha ocurrido para que se haya llegado a esa situación. Decía un filósofo que la historia se muestra primero como tragedia y con posterioridad se repite en forma de farsa. El populismo político, aunque atractivo como observamos, puede ser peligroso para la estabilidad y la democracia. Los líderes populistas suelen explotar el descontento social y económico, prometiendo soluciones rápidas y simples a problemas complejos. Sin embargo, estas soluciones suelen resultar impracticables y pueden socavar las instituciones democráticas. Según Jan-Werner Müller, profesor de política en la Universidad de Princeton, "el populismo no es solo una forma de hacer política; es una forma de distorsionar la política al dividir a la sociedad en el pueblo puro contra una élite corrupta". Esta retórica divisiva puede conducir a una polarización extrema y a la erosión de los valores democráticos fundamentales, que tanto cuesta alcanzar y sobre todo, mantener. No tienen ninguna gracia.