Manolillo, que dejó la infancia atrás
hace muchos años, arrastró su diminutivo hacia el futuro y en parte su cabeza.
La última vez que lo vi estaba al borde de una fuente hablando solo, dibujando
extraños giros acrobáticos en el aire con su cuerpo y vuelta a asentarse
apoyado en un muro de yedra junto a una virgen, qué paradojas, que veneran los
vecinos como de la salud. Bueno hay que decir que también estaba cerca del dios
Pan y un pequeño rebaño en un bajorrelieve. Manolillo lo dijo un año atrás
después de varios limpio: qué aburrido es ser bueno. Y ahora se divierte -y
sufre- con una pizca de malicia blanquecina y un poco de alcohol. El resto lo
suma el vericueto inasible de su cabeza, la misma que el Quijote rajando cueros
de vino como fieros gigantes. Esa extraña noche en la que me sorprendió
Manolillo enfaunado en su laberinto tan solo le prestaba atención un gato
anaranjado que se aburría; como los faunos se volvía de una leve transparencia
ante los demás.
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