domingo, 23 de abril de 2023
"LIBROS, QUÉ LUGARES" (IDEAL, 23-4-1023)
Libros, qué lugares
Manuel Molina
Como Borges, puedo asegurar que estoy mucho más contento de lo que he leído que de
lo escrito. Hace unos días el escritor Lorenzo Silva afirmaba, hablando de su obra, que
no entendía su vida sin los libros, que le habían acompañado siempre y había tenido la
suerte de escribirlos y que se leyeran. Miel sobre hojuelas, que apunta el dicho. Llegado
a una edad en la que se puede mirar por el retrovisor del tiempo puedo afirmar que
siempre he vivido rodeado de libros, desde que pude adquirirlos ya que en mi casa de
una aldea del sur apenas había. Los he disfrutado tanto que podría afirmar que el
porcentaje más elevado de lo que soy, de lo que me permite mirar al mundo se lo debo a
los libros. Desde los primeros cuentos infantiles, el Senda -un libro de lecturas
infantiles-, los primeros versos de Bécquer, hasta las novelas recién escritas o los
sesudos ensayos. La falta de tiempo que nos roba el sistema neoliberal, caso de poder
arrebatarle un poco, la dedicaría a leer un poco más.
Para haber alcanzado el grado de lector que disfruta con los libros debo agradecer
también la labor de las bibliotecas públicas, que por fortuna hoy están muy cerca desde
que un peque entra en infantil hasta que termina el doctorado o un máster. En colegios,
institutos, universidades y edificios públicos se oferta una cuidada y variopinta oferta
libraria para todas las necesidades y edades. ¿Lo valoramos? No lo sé a ciencia cierta,
porque parece que siempre estuvieron ahí y sin embargo, si nos retrotraemos
simplemente hasta el final del siglo pasado muchas no existían. La demanda de parte de
nuestra sociedad aborregada se manifiesta inquieta cuando el ocio se ve interrumpido,
por desgracia, en tal malestar no aparecen las bibliotecas o el precio de las novedades.
Aunque nos sirve recordar lo de Lorca sobre el pan y el libro, si tuviera hambre pediría
medio pan y un libro.
Reconozco que uno de los placeres más sencillos de los que disfruto consiste
simplemente en observar cómo leen los más pequeños, más las chicas. Me aporta una
extraña combinación de emoción y esperanza apreciar cómo los ojillos desfilan de
izquierda a derecha absorbiendo palabras para que el cerebro las transforme en
pensamientos que se quedarán adheridos entre células para conformar la memoria. No
hay máquina que iguale ese mecanismo. Siempre intento regalar libros en la firme
creencia de que existe alguno apropiado para cada persona, como afirmó Umberto Eco
“hay libros que son para el público y libros que hacen su propio público”. Cuánto bueno
me han aportado los libros, en estaciones de autobús y tren, en largos viajes, en los
atardeceres y noches, en la inquieta espera de los hospitales, al borde de una playa, bajo
un parral, rodeado de lenguas extrañas, en cafeterías, en parques y jardines. Con un
mecanismo de funcionamiento muy sencillo: una voz que cuenta y otra que interpreta.
Qué gran invento.
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