Vivienda digna
Manuel Molina
En la antigua Roma existían
básicamente dos tipos de construcciones de viviendas, las “domus” y las “insulae”.
Las primeras respondían a la tipología unifamiliar de la élite, en general
patricios y adinerados, que disfrutaban lugares amplios, aireados y con luz, organizados
entorno a un patio (atrio), con pinturas, mosaicos e incluso espacios para
cultos propios, llegando incluso a ocupar una manzana entera (insula) o
habitaciones que daban a la calle (tabernae) alquiladas para negocios. Por su
parte las “insulae” suponían el tipo de vivienda más común y donde se alojaba la
mayoría de la población, la plebe, en construcciones de baja calidad, con
varias alturas -reguladas como máximo a seis- mal ventiladas y oscuras, con demasiada madera,
provocadora de grandes incendios, que se unía a los frecuentes derrumbes.
Juvenal lo dejó recogido en sus Sátiras: “En Roma solo los ricos pueden dormir
tranquilos; el resto debe temer al fuego, a los derrumbes y al peso de la pobreza.”
Los propietarios de estas últimas y beneficiarios económicos eran los
habitantes de las primeras.
La vivienda siempre ha sido un
problema, resulta evidente, para quienes no pueden disponer de ella y a la vez
ha supuesto un pingüe beneficio para los propietarios, como empresarios de envergadura y
especulación, qué nombre fondos buitre, ¿verdad? Si recorremos la historia nos
encontramos con revueltas considerable por culpa de la falta de vivienda y los
altísimos precios que alcanzaban como las protagonizadas en el siglo XIV en
Inglaterra o la propia Revolución Francesa, encendida entre otras cuestiones
por los elevados precios de los alquileres y el hacinamiento. A principio de
siglo y con la inmigración recién llegada a los barrios neoyorkinos se produjo
una de las más importantes huelgas de inquilinos después de una subida entre el
25% y el 50%. Una película española reciente, “El 47”, nos muestra esa realidad
en nuestro territorio en los años sesenta y setenta en las grandes urbes como
Madrid o Barcelona.
Vivimos un grave problema de vivienda en nuestro país,
que paradojas o ilusiones declara en su Constitución el derecho a una vivienda
digna. Por un lado, la adquisición en propiedad está volviendo a uno de los
factores que inflaron la ficción inmobiliaria de una de las mayores crisis
económicas que vivimos, altos precios a la vez que financiación, para toda la
vida. Y por otro lado, el alquiler se ha desbocado sin un control que provoca
el choque de la realidad de las necesidades frente a los precios justos.
Pregunten cuánto pagan unos estudiantes por un piso en una ciudad andaluza y
los metros y servicios de que disponen o escuchen la peripecia de una pareja
joven que quiera independizarse y la desmoralización al llegar a conocer la
oferta. Los dueños de las “domus” siguen exprimiendo la ubre de las “insulae”
veintitantos siglos después. El filósofo Henri Lefebvre lo dice mejor que yo:
“El derecho a la ciudad no puede separarse del derecho a la vivienda: sin
techo, no hay ciudadanía” (Le droit à la ville, 1968). No estamos bien.